lunes, 22 de diciembre de 2008

Arena y Sangre

Por: Dracodystopia

Fidel jamás se había sentido tan emocionado; por fin ya estaba todo listo. Admiro las coloridas costuras y las relucientes lentejuelas que decoraban el traje que estrenaría al día siguiente. Mañana sería el día en que debutaría, como muchos otros jóvenes lo han hecho. Sin embargo Fidel no era cualquier joven. Él era el miembro más joven de una de las familias con más antigüedad dentro de esta tradición. Se sabía inclusive, que sus ancestros fueron de los primeros toreros. De aquellos tiempos en que el torero andaba a caballo, mientras que el torero a pie carecía de importancia. Claro, con el tiempo muchas cosas cambiaron y los papeles de importancia se invirtieron. Fidel conocía esta historia muy bien. También sabía que a lo largo de la historia, y a pesar de todos los cambios, su familia siempre destacó en este arte. Recordó a su padre y a su abuelo, grandes leyendas de la fiesta brava. Ahora era su turno y el honor de su familia descansaba en sus hombros. Aunque la emoción y el nerviosismo le espantaban el sueño, tenía que dormir y descansar. Merendó ligero, un vaso de leche y un pan dulce y se preparó para dormir. Parado junto a su cama lanzó una última mirada a su alrededor como para cerciorarse que no faltara nada y que todo estuviera listo para cuando despertara. Se acostó y antes de cerrar los ojos observó una vez más el reluciente traje colgado en la pared, justo frente a su cama. Después, con una sonrisa en el rostro, durmió.

Un chorro de agua helada lo despertó. Asustado y confundido trataba de comprender en donde se encontraba. Miró a su alrededor y solo vio sombras en un cuarto oscuro. Se le hizo extraño encontrarse con las manos en el piso, y cuando intentó ponerse de pie, no pudo. Nervioso miró sus manos y lo que vio le heló la sangre. En el lugar donde antes se encontraban los dedos de sus manos, ahora veía dos patas con pezuñas. Se miró el cuerpo y notó que estaba cubierto de pelo. Desesperado trató de buscar algo donde verse. A lado de él, encontró una cubeta de agua. Al reflejarse, sintió un escalofrío que le erizó la piel de todo el cuerpo. Lo que veía en el reflejo del agua, no era su rostro. Sus ojos eran grandes y obscuros, su nariz húmeda y chata. De de su cabeza salían dos protuberancias que terminaban en punta. Trató de gritar, pero de su boca solo salían mugidos desesperados. En medio de la confusión y el horror se preguntaba qué rayos estaba pasando. Todo era tan real.

De pronto unas figuras humanas se abalanzaron sobre él. Quiso poner resistencia, pero lo inmovilizaron. Sus ojos miraban con desesperación a todos lados, sin poder distinguir en la oscuridad a sus opresores. Uno de ellos le introdujo lo que parecía ser periódico o algún tipo de papel en la nariz, impidiendo que respirara bien. Mientras jadeaba desesperado, lo empujaron a un cuarto más chico, en el cual había una puerta frente a el, por donde pequeños rayos de luz penetraban al interior. Afuera, el sonido de gritos y aplausos estalló súbitamente. Estaba nervioso y asustado.

De repente la puerta se abrió, dejando entrar la luz de golpe, deslumbrándolo. Casi sin poder ver salió corriendo reaccionando al golpe que alguien le propinó en el trasero. Al salir, los gritos y aplausos de la gente aumentaron. Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la luz, miro a su alrededor desorientado. Después de unos segundos comprendió donde estaba. Era un lugar que conocía muy bien: la plaza de toros. Sin embargo no se encontraba en la situación a la que estaba acostumbrado. Levantó la mirada y supo que aquel hombre que se encontraba frente a él, mirándolo, era su verdugo. Una angustia terrible invadió su cuerpo, sabía lo que le esperaba y lo sabía muy bien. Trató de convencerse de que sólo era su imaginación, un sueño, pero no podía, todo era muy real.

Estaba nervioso, sus extremidades estaban paralizadas y no sabía que hacer. Después vio que el torero agitaba su roja capa. Sin poder explicarse por qué, Fidel sintió una ira incontenible dentro de sí. Sintió como si aquel individuo se burlara de él e involuntariamente sus patas comenzaron a moverse abalanzándose sobre él. El torero lo evadía una y otra vez y cada vez iba acompañada de un -“¡Ole!”- exclamado por la eufórica multitud. No pasó mucho tiempo antes de que Fidel se cansara, más que nada por el papel que le impedía respirar por la nariz, haciéndolo tragar aire, inflándole la panza y haciéndolo babear constantemente. En una ocasión estuvo a punto de embestir al torero, sin embargo el sonido del clarinete indicaba que se tenía que continuar con el siguiente paso del “ritual sangriento.”

En un instante Fidel se vio rodeado por dos jinetes. Cuando menos lo esperaba lo embistieron y sus largas lanzas le atravesaron el lomo. Las punzadas de dolor que sintió, le llenaron el cuerpo de adrenalina. Trató de atacar a los caballos, pero una gruesa cobija los protegía. –Cobardes- pensó Fidel. Y no solo el, también la multitud que chiflando y gritando exigía la retirada de los jinetes. Fidel sabía que esto no era por lástima hacia el, al contrario. La gente siempre había pensado que la forma en la que estos jinetes atacaban no tenía chiste. Ya que lo hirieron lo suficiente y ante el sonido del clarinete, los jinetes lo dejaron en paz. Al ver que los jinetes se alejaban dejándolo mal herido, sabía que esto aún no acababa y que el dolor apenas comenzaba.

Como hienas acechando a un animal herido, Fidel vio como unos hombres se acercaban a él. Tres individuos, luciendo un llamativo traje, cada uno de ellos cargando en cada mano una banderilla. Fidel, ya sin nada de cordura humana arremetía en contra de quien se le ponía enfrente, pero siempre lograron esquivarlo. El dolor y la falta de aire hacían torpes sus movimientos. Se abalanzó contra uno de ellos, tratando de acertarle un golpe. Cuando creía tenerlo, este lo esquivó y Fidel sintió como las puntas afiladas de las banderillas se clavaban en su espalda. Se repitió lo mismo otras tres veces. Hasta que seis de estos instrumentos de dolor colgaron de su espalda. A cada movimiento que hacía, las banderillas se tambaleaban.

De la espalda de Fidel, emanaban chorros de sangre como agua de una fuente; el dolor de las banderillas incrustadas en su piel y desgarrándola era insoportable. Trató de sacudírselas, pero era inútil, y el lo sabía. Hace mucho que dejó de babear, ahora saboreaba el sabor a oxidado que produce la sangre. Fidel estaba desesperado, jamás se había sentido tan impotente y jamás había tenido que soportar tanto dolor. Miraba hacia todos lados tratando de buscar ayuda. Gritaba por auxilio, pero de nuevo lo único que salía de su hocico eran mugidos ahogados. Quería llorar, sentía miedo, no sabía que hacer.

Al poco rato de la partida de los banderilleros, Fidel vio venir al torero con su capa roja de nuevo. Como sostenía la capa parecía que escondía algo; Fidel sabía muy bien qué era. En un instante, el dolor, la desesperación y la tristeza se convirtieron en ira y coraje. En un último arrojo de bravura y valentía, embistió contra el torero, depositando en ese ataque toda la energía y coraje que le quedaban. Sólo sintió como el frío acero penetraba en su interior destrozándole el corazón. En un instante sus piernas y el resto de su cuerpo perdieron fuerza y se desplomó casi sin vida. Agonizaba, desangrándose en la arena. Sus ojos ya no podían enfocar bien y solo distinguía la figura difusa del torero, festejando y recibiendo alabanzas de la gente. Veía llover rosas, pero ninguna era para él. Su cuerpo no resistía más el dolor de sus heridas, que desde hace rato punzaban como una sola. Fidel yacía en el suelo, muriendo, con el corazón roto.

El morboso y enfermo grito de la gente le aplaudió al puntillero, cuando hizo su aparición cual cobarde que espera a que el enemigo este en el suelo para pisotearlo. Fidel no lo veía, pues se colocó detrás de él, pero sabía quién era y que en su mano estaba el arma que le daría el golpe de gracia. Al sentir como penetraba en su nuca y sintiendo cómo se llenaba su cabeza con sangre, Fidel exhaló. Una parvada de pañuelos blancos parecía despedirle. Su cuerpo producía movimientos espasmódicos. Fidel sólo oía los gritos de la gente, los chiflidos, los aplausos y las carcajadas de alegría del torero mientras festejaban su proeza. Cansado y sintiendo como su corazón dejaba de latir, cómo el intenso dolor que sentía iba desapareciendo… se rindió, solo cerró los ojos y…Despertó.

Asustado, se incorporó y miró a su alrededor. Se encontraba en su cama. Todo había sido un sueño, un terrible sueño. Todo su cuerpo estaba empapado y una pequeña gota de sudor que escurrió por su espalda lo hizo temblar. Su respiración era agitada y temblorosa. Lágrimas de susto corrían por sus ojos. De repente, la cara de Fidel se tornó seria. Miró hacia la pared de enfrente donde su traje de torero estaba colgado y frunció el ceño como mirando a un enemigo. Por primera vez en su vida, al mirar ese traje, no vio en él reflejado el heroísmo, la valentía, el coraje, ni el honor. Sintió vergüenza de su familia, sintió vergüenza de si mismo. Sus ojos aún tenían lágrimas, pero ahora eran de coraje. Después de años entendió y vio ese traje de manera diferente. Lo vio como lo que realmente es: “El traje de payaso de un asesino sádico y cobarde.”

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